En 1929, Bertrand Russell publicó
uno de sus más polémicos libros: Matrimonio
y moralidad. En él opinaba que el sexo entre un hombre y una mujer que no
están casados entre sí no es necesariamente inmoral si ellos realmente se aman,
y “defendió los «matrimonios experimentales» o «matrimonios de compañía»,
relaciones formalizadas donde jóvenes podían tener de forma legítima relaciones
sexuales sin esperar permanecer casados a largo plazo o tener hijos”
(Wikipedia, artículo “Bertrand Russell”). También afirmaba que el divorcio
debía ser cosa sencilla y expeditiva en los matrimonios carentes de hijos, pero
excepcional cuando los hijos ya estaban presentes. En este último caso, no hay
que divorciarse, para favorecer el entorno familiar, pero los padres podrán ser
infieles a sabiendas del otro y no habrá motivo de quejas (esto lo escribía
Russell pensando en su propio caso: su esposa estaba embarazada… de su amante).
Todos estos puntos de vista relativos a la moral sexual matrimonial
escandalizaron a la Inglaterra de su época y también a su examigo Wittgenstein,
que no era un puritano, pero tampoco hacía escuela con sus debilidades:
Si una persona me dice que ha estado en los
peores lugares, yo no tengo derecho a juzgarla, pero si me dice que fue su
superior sabiduría la que le permitió ir allí, entonces sé que es un fraude
(citado en RM, p.
277).
Esto lo dice alguien que, si hacemos caso
a la hipótesis de Bartley, efectivamente ha estado en los peores lugares, pero
sufría grandes remordimientos por ello.
Los desbordes, en
materia de sexo, puede que sean inevitables, pero tampoco hay que sacar pecho y
hacer de la lujuria un estandarte. Si tengo que fijar posición, voy a situarme
en el medio, ni tan duro ni tan permisivo.
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