Quien estaba destinado a ser el primer biógrafo de Wittgenstein
renunció a la tarea debido a las trabas que los albaceas literarios le
impusieron:
Poco después del
fallecimiento de Wittgenstein, Friedrich A. von Hayek, premio Nobel de Economía
en 1974 y pariente lejano de aquél, se propuso escribir una biografía de
nuestro filósofo. Con ese motivo se puso en contacto con dos de las personas
que mejor habían conocido a Wittgenstein antes y durante la Primera Guerra
Mundial, Bertrand Russell y Paul Engelmann respectivamente. El primero se
encargó de que con Hayek recibiera sin tardanza las cartas que Wittgenstein le
había enviado a lo largo de sus años de colaboración. En el transcurso de su
investigación, von Hayek llegó a muchas conclusiones incómodas para la imagen
de Wittgenstein que los albaceas de su obra estaban imponiendo a través de la
selección de los textos que daban a conocer. Tanto fue así que, cuando von
Hayek casi había puesto el punto y final a su trabajo, von Wright, Anscombe y
Rhees decidieron prohibirle la utilización de las cartas que de forma
desinteresada le había cedido Russell. Además, le pusieron tal cantidad de
«mezquinas dificultades», que en 1954 von Hayek optó por guardar lo que había
escrito en un cajón (David Pérez Chico, “Los Diarios secretos de Wittgenstein. Una
lectura perfeccionista”, artículo disponible en internet).
¿De
qué conclusiones incómodas se trataba? Seguramente de su homosexualidad, que
fue prolijamente encubierta por Anscombe y su grupo, pero también de su
fervorosa religiosidad, que se ocultó con la misma escrupulosidad utilizada
para ocultar su vida erótica. Wittgenstein no quería que se publicaran sus
diarios secretos, sus cartas y cualquier tipo de anotación personal; si nos
atenemos a esto, sus albaceas literarios obraron con corrección. Pero estamos
en un caso similar al de Kafka, que ordenó que se quemase su obra, pero su
albacea se negó a ello. Max Brod seguramente supuso: “Si quería que su obra no
se conociera, ¿por qué no la quemó él mismo?”. Si Wittgenstein no quería que
sus diarios y cartas vieran la luz pública, los hubiera quemado por sus propios
medios. Y si quería quemarlos y determinada circunstancia le impidió hacerlo,
es una pena, pero sus papeles, una vez fallecido el autor, pasan a ser
patrimonio cultural. La cultura los reclama, y ante este reclamo los deseos del
autor no tienen importancia. Gracias a que estos papeles no fueron incinerados
conocemos al verdadero Wittgenstein, que es muchísimo más interesante que el
Wittgenstein del Tractatus. La
decisión de Brod fue de las más felices que ha tomado un albacea; no así la de
Anscombe, aunque por suerte no se animó a quemar y se limitó simplemente a
ocultar la información tanto tiempo como le fue posible.
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