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viernes, 2 de agosto de 2019

Confabulaciones para esconder al Wittgenstein de carne y hueso


Quien estaba destinado a ser el primer biógrafo de Wittgenstein renunció a la tarea debido a las trabas que los albaceas literarios le impusieron:

Poco después del fallecimiento de Wittgenstein, Friedrich A. von Hayek, premio Nobel de Economía en 1974 y pariente lejano de aquél, se propuso escribir una biografía de nuestro filósofo. Con ese motivo se puso en contacto con dos de las personas que mejor habían conocido a Wittgenstein antes y durante la Primera Guerra Mundial, Bertrand Russell y Paul Engelmann respectivamente. El primero se encargó de que con Hayek recibiera sin tardanza las cartas que Wittgenstein le había enviado a lo largo de sus años de colaboración. En el transcurso de su investigación, von Hayek llegó a muchas conclusiones incómodas para la imagen de Wittgenstein que los albaceas de su obra estaban imponiendo a través de la selección de los textos que daban a conocer. Tanto fue así que, cuando von Hayek casi había puesto el punto y final a su trabajo, von Wright, Anscombe y Rhees decidieron prohibirle la utilización de las cartas que de forma desinteresada le había cedido Russell. Además, le pusieron tal cantidad de «mezquinas dificultades», que en 1954 von Hayek optó por guardar lo que había escrito en un cajón (David Pérez Chico, “Los Diarios secretos de Wittgenstein. Una lectura perfeccionista”, artículo disponible en internet).

¿De qué conclusiones incómodas se trataba? Seguramente de su homosexualidad, que fue prolijamente encubierta por Anscombe y su grupo, pero también de su fervorosa religiosidad, que se ocultó con la misma escrupulosidad utilizada para ocultar su vida erótica. Wittgenstein no quería que se publicaran sus diarios secretos, sus cartas y cualquier tipo de anotación personal; si nos atenemos a esto, sus albaceas literarios obraron con corrección. Pero estamos en un caso similar al de Kafka, que ordenó que se quemase su obra, pero su albacea se negó a ello. Max Brod seguramente supuso: “Si quería que su obra no se conociera, ¿por qué no la quemó él mismo?”. Si Wittgenstein no quería que sus diarios y cartas vieran la luz pública, los hubiera quemado por sus propios medios. Y si quería quemarlos y determinada circunstancia le impidió hacerlo, es una pena, pero sus papeles, una vez fallecido el autor, pasan a ser patrimonio cultural. La cultura los reclama, y ante este reclamo los deseos del autor no tienen importancia. Gracias a que estos papeles no fueron incinerados conocemos al verdadero Wittgenstein, que es muchísimo más interesante que el Wittgenstein del Tractatus. La decisión de Brod fue de las más felices que ha tomado un albacea; no así la de Anscombe, aunque por suerte no se animó a quemar y se limitó simplemente a ocultar la información tanto tiempo como le fue posible.

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