Discúlpeme lo absurdo de la frase: había
aparecido en mí mi maestro.
Fernando
Pessoa, Carta a Adolfo Casais Monteiro
De todos los heterónimos que utilizó
Pessoa para plasmar su obra, el que mayor prestigio acumuló, entre la crítica
especializada y entre sus propios heterónimos, fue Alberto Caeiro. Álvaro de
Campos lo consideraba su maestro: “Nunca vi triste a mi maestro Caeiro”;
Ricardo Reis aventuró que era “el mayor y el más original de todos los poetas
nacidos, de todas las lenguas que conozco”; Bernardo Soares, envidiando la
filosofía sensacionista —ya que no sensualista— de que hacía gala Caeiro,
escribe: “Ojalá yo fuese [...] alguien que pudiera ver sin tener con ese
alguien más relación que el ver: contemplarlo todo como un viajero adulto
recién llegado a la superficie de la vida”; Antonio Mora, pagano como Caeiro,
lo sitúa en el pedestal de los amantes que jamás adulteraron el destino de su
amor: “El hombre que en cada objeto ve otra cosa que no sea eso no puede ver,
amar o sentir el objeto. [...] La primera regla del amor [...] es que la cosa
amada sea amada por ser esa cosa y no otra, amada por ser objeto de amor, no
porque haya «razón» para amarla”; y por último el elogio del propio Pessoa: “A
un mundo sumergido en diversos géneros de subjetivismos viene a traer el
Objetivismo Absoluto [...]. Viene a restituir la Naturaleza Absoluta a un mundo
ultracivilizado” (Fernando Pessoa, Poesía
de Alberto Caeiro, pp. 217 a 221). Parece claro que, al menos para Pessoa,
el mejor poeta entre todos los poetas que habitaron su espíritu ha sido Caeiro.
Y la mayor y más reconocida obra de Caeiro es, sin discusión alguna, El guardador de rebaños. Así cuenta
Pessoa, en una carta del 13 de enero de 1935 dirigida a Adolfo Casais Monteiro,
cómo compuso esta serie de poemas:
Allá por 1912 [...], me
vino la idea escribir unos poemas de índole pagana. Esbocé unas cosas en verso
irregular [...] y abandoné el caso. Se me había esbozado, con todo, en una
penumbra mal urdida, un vago retrato de la persona que estaba haciendo aquello.
(Había nacido, sin que yo lo supiera, Ricardo Reis.)
Año y medio, o dos años después, un día se me ocurrió jugarle una broma
a Sá-Carneiro: inventar un poeta bucólico, de especie complicada, y
presentarlo, ya no me acuerdo cómo, en alguna especie de realidad. Pasé algunos
días elaborando al poeta pero nada conseguí. Un día en que finalmente había
desistido —fue el 8 de Marzo de 1914— me acerqué a una cómoda alta y, tomando
un papel, comencé a escribir, de pie, como escribo siempre que puedo. Y escribí
treinta y tantos poemas al hilo, en una especie de éxtasis cuya naturaleza no
conseguiré definir. Fue el día triunfal de mi vida, y nunca podré tener otro
así. Abrí con un título, El guardador de rebaños. Y lo que
siguió fue la aparición de alguien en mí, a quien di inmediatamente el nombre
de Alberto Caeiro. Discúlpeme lo absurdo de la frase: había aparecido en mí mi
maestro. Fue esa la sensación inmediata que tuve. Y tanto así que, escritos que
fueron esos treinta y tantos poemas, inmediatamente tomé otro papel y escribí,
al hilo, también, los seis poemas que constituyen Lluvia oblicua,
de Fernando Pessoa. Inmediata y totalmente... Fue el regreso de Fernando
Pessoa-Alberto Caeiro a Fernando Pessoa-él solo. O, mejor, fue la reacción de
Fernando Pessoa contra su inexistencia como Alberto Caeiro (AP 3007).
Todos
de un tirón, en una sola noche de febril inspiración[1].
Es decir, no fueron poemas “trabajados”; lo técnico que toda composición
poética pueda presentar, todo lo que necesite del uso concienzudo de nuestra
razón para elaborarse, fue dejado deliberadamente de lado. Edgar Poe a la
inversa[2].
Resultado de tal experimento fue El
guardador de rebaños, una serie de poemas con un claro hilo en común de la
que ahora extractaré y comentaré algunos versos.
Sé tener el asombro esencial
Que tiene un niño, si, al
nacer,
Repara de veras en su
nacimiento…
Me siento nacido a cada
momento
Para la eterna novedad del
mundo…
Creo en el mundo como en una
margarita,
Porque lo veo. Pero no pienso
en él
Porque pensar es no
comprender…
El mundo no se hizo para que
lo pensáramos
(Pensar es estar enfermo de
los ojos)
Sino para mirarnos en él y
estar de acuerdo…
Para Caeiro el pensamiento estorba, arruina todo lo
que toca. Y sin embargo afirma tener el asombro de un niño que nace y que se da
cuenta de que está naciendo. Los niños, como es sabido, nacen sin enterarse de
que nacen, y no saben que están naciendo porque
no razonan este hecho. Si Caeiro se jacta de ser diferente del niño que
nace, porque se da cuenta de que nace, se está jactando de la utilización de su
raciocinio. Después, claro está, podemos especular de mil maneras sobre los
porqué, los para qué, los cómo, los cuándo o los dónde del nacimiento, lo cual
implica un nuevo paso, más avanzado, de raciocinio, y este paso no lo da
Caeiro, pero el primer paso, el del asombro, sí lo da y es un paso racional
hasta la médula. Los insectos no se asombran de nada, los peces tampoco, porque
no razonan. Los mamíferos ya se asombran de algunas cosas, porque un poco
razonan, y los hombres se asombran mucho porque la razón les impregna el
aparato sensitivo. Caeiro, si despreciaba la razón, debió ver el mundo como lo
veían los insectos, sin asombrarse de nada[3].
Si
hablo de la Naturaleza no es porque sepa lo que ella es,
Si
no porque la amo, y la amo por eso,
Porque
quien ama nunca sabe lo que ama
Ni
sabe porque ama, ni lo que es amar…
.
Amar
es la inocencia eterna,
Y
la única inocencia es no pensar…
Coincido enteramente. El amor es un acto
irracional, quien busca razones para amar no ama en el sentido pleno de la
palabra. Ningún concepto racional, ninguna idea o ideología, nos impedirá que
amemos. Por eso discrepo con aquellos que afirman, como Campoamor, que el
determinismo es la tumba de todo amor. ¿Por qué? El determinismo es una idea, y
sea lo que sea lo que se deduzca de tal idea (por ejemplo, que no somos
responsables del bien que hacemos), no tiene poder para impedirnos amar al ser
amado o a cualquier objeto que se nos presente como amable. Si yo amo a alguien
porque es bueno o porque realiza acciones heroicas, en realidad no lo estoy
amando sino admirando. Amar es otra cosa. No se puede amar a alguien por lo que
ese alguien hace o deja de hacer, ni mucho menos se puede anular el amor en
base a conceptos racionales que supuestamente nos lo dinamitan de la
conciencia. “Amar es la inocencia eterna, y la única inocencia es no pensar”.
Aquí Caeiro ha volado hacia las altas cumbres.
¿Qué
pienso yo del mundo?
¡Qué
sé yo lo que pienso del mundo!
Si
me enfermara pensaría en eso.
¿Qué
idea tengo yo de las cosas?
¿Qué
opinión tengo sobre las causas y los efectos?
¿Qué
es lo que he meditado sobre Dios y el alma
Y
sobre la creación del Mundo?
No
sé. Para mí pensar en eso es cerrar los ojos
Y
no pensar.
[...]
¿Metafísica?
¿Qué metafísica tienen aquellos árboles?
La
de ser verdes y copudos y de tener ramas
Y
la de dar fruto en su hora, lo que no nos hace pensar,
A
nosotros, que no sabemos entenderlos
¿Pero
qué mejor metafísica que la de ellos
Que
es de no saber para qué viven
Ni
saber que no lo saben?
Supongamos
que los árboles son así, tal cual los describe Caeiro (porque para mí son otra
cosa, son los seres más conscientes y menos ignorantes de la tierra, aunque a
simple vista no lo parezcan); ¿sería deseable que nosotros, los humanos, nos
comportásemos de esa manera, ignorándolo todo, desentendiéndonos de todo lo que
no sea la pura y cruda sensación de lo que acontece a nuestro alrededor y de lo
que nos acontece a nosotros mismos? Poner la mente en blanco, como sugieren los
profesores de meditación, es deseable, me parece, siempre y cuando la
emblanquezcamos cada tanto. Si la
blanqueamos de forma permanente, si nos limitamos a ir por el mundo mirando y
no razonando acerca de lo que miramos, nos estamos convirtiendo en animales,
nos estamos simplificando. Yo creo que somos, desde luego, animales, pero
animales pensantes, y que es preferible ser un hombre y no un escarabajo. El
propio Caeiro, para escribir estos versos, tuvo que pensar. Pensó menos que
otros poetas más esforzados y menos inspirados, pero pensar pensó, nadie me
convencerá de que se puede escribir una línea sin echar mano del pensamiento.
Solo los posesos escriben sin pensar. ¿Caeiro estaba poseído mientras escribía?
Si así era me disculpo y le doy la derecha, pero soy escéptico en ese sentido[4].
No
creo en Dios porque nunca lo vi.
Si
Él quisiera que yo creyera en Él,
Sin
duda que vendría a hablar conmigo
Y
entraría adentro por mi puerta
Diciéndome,
¡Aquí estoy!
[...]
Pero
si Dios es las flores y los árboles
Y
los montes y sol y el rayo de luna.
Entonces
creo en Él,
Entonces
creo en Él a toda hora,
Y
mi vida toda es una oración y una misa,
Y
una comunión con los ojos y por los oídos.
.
Panteísmo
puro. Caeiro cree en lo que ve. Si la naturaleza es Dios, cree en Dios; si Dios
es otra cosa, no cree. Yo creo que Dios es la naturaleza pero no se agota en la
naturaleza. Es, además, otras cosas, cosas que no veo y que seguramente ignoro
(“quien ama nunca sabe lo que ama”), y creo que esas cosas que ignoro y que no
veo existen, aunque las pruebas sean escasas y poco concluyentes. Hay dos tipos
de ingenuidad: la ingenuidad del animal irracional, que solo cree en la
existencia de lo que ve, y la ingenuidad del niño, que cree en otras cosas
además de las visibles: cree en las hadas, en Santa Claus, en los Reyes Magos…
Caeiro eligió la ingenuidad del animal, yo elijo la del niño.
Pensar
en Dios es desobedecer a Dios,
Porque
Dios quiso que no lo conociésemos,
Por
eso no se nos manifestó...
“Dios quiso
que no lo conociésemos”. ¿Cómo lo sabe? ¿Se lo dijo Dios? Que Dios no se nos
manifieste explícitamente no indica o no implica que no podamos o debamos
conocerlo. Si no pecase de excesivo antropomorfismo podría decir que Dios se
solaza jugando a las escondidas, esperando ansioso el momento en que nos
acerquemos a su escondite para salir disparado gritando ¡piedra libre! El
problema es que se esconde tan bien, pero tan bien, que nadie se le acerca.
Nadie que yo conozca. Pero no. Me parece que Dios no se esconde para que lo
busquen, sino para que lo encuentren. Para que lo encuentren sin buscarlo.
Quien lo busca no lo encuentra, pero quien busca otra cosa, y es amante y amable en su
búsqueda, suele toparse con Él de carambola.
En un mediodía de fin de primavera
Tuve un sueño como una fotografía.
Vi a Jesucristo bajar a la tierra.
[...]
Su padre era dos personas —
Un viejo llamado José, que era carpintero,
Y que no era su padre;
Y otro padre que era una paloma estúpida,
La única paloma fea del mundo
Porque ni era del mundo ni era paloma.
Y su madre no había amado antes de tenerlo.
No era mujer; era la maleta
En la que él había venido del cielo.
El Espíritu Santo una paloma estúpida; la virgen María,
una maleta. Brillante. Y el resto de este poema, que es demasiado extenso como
para que aquí lo cite, es también esplendoroso. En mi opinión, el dedicado al
niño Jesús es el mejor poema de toda esta colección[5].
No me importan las rimas.
Raras veces
Hay dos árboles iguales, uno
al lado del otro.
Pienso y escribo así como las
flores tienen color
Más con menos perfección en mi
modo de expresarme
Porque me falta la simplicidad
divina
De ser todo solo mi exterior.
La rima introduce en la poesía
un nuevo ingrediente racional: se necesita razonar más para escribir un poema
rimado que uno libre. Por eso es lógico que Caeiro no la utilice o la utilice
poco. Lo que no entiendo es por qué los poetas que no utilizan rima ni métrica
ninguna se empeñan en escribir en verso, como si el verso tuviese alguna
ventaja extra respecto de la prosa descontando la de hacerlos rimar unos con
otros o darles ritmo con los acentos y las sílabas. Sin rima y sin ritmo no le
veo sentido al verso. No niego que se pueda escribir poesía sin estas
herramientas, pero será poesía en prosa. En estos casos de libertad total,
incluso en los pasajes más excelsos de la poesía de Caeiro, la escritura en
verso se me antoja caprichosa[6].
Hoy leí casi dos páginas
Del libro de un poeta místico,
Y me reí como quien ha llorado mucho.
Los poetas místicos son
filósofos enfermos,
Y los filósofos son hombres
locos.
Porque los poetas místicos dicen
que las flores sienten
Y dicen que las piedras tienen
alma
Y que los ríos tienen éxtasis
bajo la luz de la luna.
Pero las flores, si sintiesen,
no serían flores,
Serían personas;
Y si las piedras tuviesen alma,
serían cosas vivas, no serían piedras;
Y si los ríos tuviesen éxtasis
bajo la luz de la luna,
Los ríos serían hombres
enfermos.
Es preciso no saber qué son las
flores y las piedras y los ríos
Para hablar de sus sentimientos.
Hablar del alma de las piedras,
de las flores, de los ríos,
Es hablar de uno mismo y de sus
falsos pensamientos.
Gracias a Dios que las piedras
son sólo piedras,
Y que los ríos no son sino ríos,
Y que las flores son solamente
flores.
En cuanto a mí, escribo la prosa de mis versos
Y me pongo contento,
Porque sé que comprendo la Naturaleza por fuera;
Y no la comprendo por dentro
Porque la Naturaleza no tiene adentro;
Si no, no sería Naturaleza.
Despacha de un plumazo a los místicos por enfermos y a
los filósofos por locos; y a mí, sin ser místico ni filósofo, me despacha
también por creer en el pampsiquismo. Pero ¿cómo sabe don Caeiro que la
naturaleza no tiene interior? Tal vez lo tenga y no lo vio, tal vez miró mal. O
tal vez lo tenga y sea invisible a los ojos. “Hay bastante metafísica en no
pensar en nada” dice en el poema V, pero aquí hace una afirmación metafísica —a
saber, que la naturaleza no tiene interior— que representa un juicio
perfectamente delimitado. Y por ser un juicio con contenido teorético, este
aserto está de más en la poesía de Caeiro, la contradice. Que me permita
entonces a mí continuar con mi postura pampsiquista, que podrá ser falsa, pero
al menos no se opone a mis ideales de interrogación perpetua.
Si quieren que tenga un misticismo, está bien, lo tengo.
Soy místico, pero solo con el cuerpo.
Mi alma es sencilla y no piensa.
Mi misticismo es no querer saber.
Y es vivir y no pensar en eso.
No sé lo que es la Naturaleza: la canto.
Esto está muy bien. No quiere saber, no le interesa. No
intenta comprender a la naturaleza sino cantarle. Lo malo, lo contradictorio,
es lo anterior, las definiciones. Si nos trae más sosiego, ante el espectáculo
de la naturaleza, una canción en lugar de una lupa, ¡adelante! No hay pecado en
ello. Cada cual a lo suyo, mientras no perjudique al resto. Trasladado al
terreno evangélico, Caeiro sería la María que se sienta los pies de Jesús y no
hace más que adorarlo (Lucas 10: 38-42). Pero yo no sería Marta (¡odio los
quehaceres domésticos!) sino el preguntón Pilato.
Todo el mal del mundo viene de interesarnos los unos en los otros.
Sea para hacer el bien, sea para hacer el mal.
Nuestra alma y el cielo y la tierra nos bastan.
Querer más es perder esto, y ser infeliz.
Cierto que todo el mal, o la mayor parte, viene de
aquel interés, pero también viene de allí todo el bien. En el universo de
Caeiro no hay bien ni mal: hay cosas para ver, para escuchar, para tocar, para
oler y para saborear, y ahí se acaba. El universo de la ética, en donde el amor
—y el odio— al prójimo están presentes, es mucho más rico, más policrómico,
más doloroso y más placentero.
¿Tendrá la tierra conciencia de las plantas y los árboles que tiene?
Si la tuviese, sería gente;
Y si fuera gente tendría hechura de gente y no sería la tierra.
¿Pero qué me importa eso a mí?
Si yo pensara en esas cosas,
Dejaría de ver los árboles y las plantas;
Y dejaría de ver la tierra,
Para ver solo mis pensamientos.
Entristecería y quedaría a oscuras…
Y así, sin pensar, tengo la tierra y el cielo.
Hay momentos para todo. Hay momentos para ver el cosmos,
los árboles, los animales, verlos sin pensar, puro apercibimiento de la
realidad; pero también hay momentos para ver pensando, y para pensar sin ver.
Creo que Caeiro, anulando, o pretendiendo anular su entendimiento, mutilaba una
parte de su ser, quizá la más interesante. Cierto que cuando pensamos dejamos
de concentrarnos en el dato puro que el sentido nos ofrece, pero al momento
podemos dejar de pensar y comenzar a ver nuevamente, porque no es que se piense
en continuado, el proceso puede tenerse en cualquier momento, no sé si a
voluntad, pero en algún momento se detiene y las percepciones puras aparecen en
toda su magnificencia. No es necesario no pensar nunca para poder apreciar la
belleza del mundo sin la interferencia del pensamiento.
Las cosas no tienen significado: tienen existencia.
Las cosas son el único sentido oculto de las cosas.
Veo el fenómeno y nunca veo el nóumeno, pero no podría
vivir sin pensar en la existencia del nóumeno y en cuál podrá ser su
naturaleza. El temperamento de Caeiro y el mío son antitéticos.
Pasó la diligencia por el camino y se fue
Y el camino no se hizo más bello, ni tampoco más feo.
Así es la acción humana en el mundo.
Nada quitamos y nada ponemos; pasamos y olvidamos;
Y el sol es siempre puntual todos los días.
Así como pasó la diligencia y el camino no mejoró ni
empeoró, pasó también un señor llamado Jesús, y otro que lo superó, el señor
Francisco de Asís, y estos sí que pavimentaron el camino, lo mejoraron
enormemente para que los siguientes caminantes no resbalen tanto. Estos
pavimentadores han aparecido frecuentemente en la historia. Y también están los
otros, para qué nombrarlos; estos destrozan el camino a su paso, lo vuelven
intransitable y feo. La acción humana puede ser de estas tres maneras: nula, mejoradora
o destructora. No somos todos diligencias.
En un día excesivamente nítido
[...]
Entreví, como un camino entre los árboles,
Lo que tal vez sea el gran secreto,
Aquel gran misterio del que hablan los falsos poetas.
Vi que no hay naturaleza,
Que la naturaleza no existe.
Que hay montes, valles, llanuras,
Que hay árboles, flores, yerbas,
Que hay ríos y piedras,
Pero que no hay un todo al que eso pertenezca,
Que un conjunto real y verdadero
Es una enfermedad de nuestras ideas.
La naturaleza es partes sin un todo.
Ese es tal vez el misterio del que hablan.
Fue esto lo que sin pensar ni detenerme
Acerté que debía ser la verdad
Que todos creen hallar y que no hallan,
Y que solo yo, porque no la busqué, la hallé.
La mayor sabiduría de Caeiro está en su no búsqueda, en
su vivir sin buscar la felicidad ni el dinero ni la fama ni el amor ni el
sufrimiento. Ni siquiera buscaba la verdad; y como no la buscaba, a veces la
encontraba. Aprendamos la lección nosotros, los buscadores de verdades:
dediquémonos mejor a percibir la realidad, a —Caeiro me perdone— pensar la
realidad, y a jugar con estas percepciones y estos pensamientos. Juguemos con
la realidad tal como el niño juega con lo primero que encuentra, con desenfado
e inocencia, y la verdad se nos dará por añadidura.
Desde la más alta ventana de mi casa
Con un pañuelo blanco digo adiós
A mis versos que parten hacia la humanidad.
Y no estoy alegre ni triste.
Este es el destino de los versos.
Los escribí y debo mostrárselos a todos
Porque no puedo hacer lo contrario.
Como la flor no puede ocultar su color,
Ni el río ocultar que corre,
Ni el árbol ocultar que da fruto.
[...]
¿Quién sabe quién los leerá?
¿Quién sabe a qué manos irán?
[...]
¡Alejaos, Alejaos de mí!
Pasa el árbol y se queda disperso por la naturaleza.
Se marchita la flor y su polvo dura para siempre.
Corre el río y entra en el mar y su agua es siempre la que fue suya.
Paso y quedo, como el Universo.
El fruto de Pessoa era comestible, comestible y
nutritivo. Quedó guardado durante años en un baúl, pero no se pudrió. Como los
buenos vinos, mejoró con el tiempo y con el reposo. No quería ocultarlo; lo
ofrecía gustoso a quien pasase junto a él y extendiese su mano. El naranjo
ofrece gustoso la naranja. Pero hay ocasiones en que la gente pasa junto a un
árbol repleto de frutos maduros y no repara en ellos, y sigue de largo. Así
pasaron los lisboetas junto a Fernando Pessoa. Fueron las siguientes
generaciones las que se alimentaron con él. Pessoa se nos fue para siempre;
para siempre quedaron sus prosas y sus versos. Yo no ofrezco aún mis frutos,
porque no están lo suficientemente maduros. Dentro de unos años los ofreceré a
diestra y siniestra, y se alimentarán con ellos los espíritus más disímiles en
las más disímiles latitudes. Yo me moriré, mi mensaje no. Pasaré y quedaré,
como el Universo.
[1] Según el último (y mejor) biógrafo de Pessoa,
estos poemas no fueron escritos “al hilo”, en un arrebato de inspiración, ni
tampoco fueron escritos durante la noche que menciona Pessoa, sino que necesitó
varias jornadas para concluirlos (cf. José Paulo Cavalcanti Filho, Fernando Pessoa: casi una autobiografía,
pp. 243 a 245).
[2] Sin embargo coincide con Poe en que no es el
poeta, sino el lector, quien tiene que conmoverse con el poema. ¿Sentir? ¡Que sienta el que lee!
(“Isto”, 1933, estrofa final, AP 4250).
[3] Más adelante Pessoa termina comprendiendo, o
admitiendo, que la razón, en el ser humano evolucionado, es inseparable del
sentimiento: Tengo tanto sentimiento/que
normalmente me persuado/de que soy sentimental, /pero reconozco, al medirme, /que
todo eso es pensamiento, /que no sentí finalmente (poema sin título,
18/9/1933, AP 2174).
[5] Pessoa opinaba lo
contrario. Para diferenciarse de Caeiro dijo que este poema, el VIII de El guardador de rebaños, lo escribió
“con sobresalto y repugnancia” (AP
4306).
[6] Bernardo
Soares coincide conmigo: “Prefiero la prosa al verso, como modo de arte
[...]. Considero al verso una cosa intermedia, un paso de la música a la prosa.
Como la música, el verso es limitado por leyes rítmicas que, aunque no sean las
leyes rígidas del verso regular, existen sin embargo como defensas, coacciones,
dispositivos automáticos de opresión y castigo. En la prosa hablamos libres.
Podemos incluir ritmos musicales y, a pesar de ello, pensar. Podemos incluir
ritmos poéticos y, sin embargo, estar fuera de ellos. Un ritmo ocasional de
verso no estorba a la prosa; un ritmo ocasional de prosa hace tropezar al verso.
[…] Estoy seguro de que, en un mundo civilizado perfecto, no habría otro
arte que la prosa. […] La
poesía quedaría para que los niños se acercasen a la prosa futura; que la
poesía es, por cierto, algo infantil, mnemónico, auxiliar e inicial.” (LDD, § 10).
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