El mal se había
implantado hondo en su naturaleza corroída. Algunos amigos ya lo habían
encontrado, a deshoras, ebrio y sucio. Bebía, bebía, bebía para asfixiarse.
João Gaspar
Simões, Vida y obra
de Fernando Pessoa
Preguntadle al viento, a la ola, a la estrella, al pájaro, al reloj,
a todo lo que huye, a todo lo que rueda,
a todo lo que murmura, a todo lo que habla,
preguntadle qué hora es,
y el viento y la ola y la estrella y el pájaro y el reloj os dirán:
¡¡La hora de embriagarse!!
Para no ser los martirizados esclavos del tiempo
embriagaos sin cesar.
Con vino, con poesía o con virtud,
como gustéis.
Charles Baudelaire, “Enivrez-vous!”
Pessoa, habiendo sido un alcohólico implacable[1],
no era un borracho. Alcohólico es el que no puede dejar de beber; borracho es
el que, después de beber, sale de la taberna caminando en zigzag y vociferando
incoherencias.
Pessoa bebía [...] pero
siempre mantenía la compostura. Recojamos […] las palabras de la medio hermana:
«Nunca lo vimos bebido, ni alterado o excitado por la bebida; pero que le
gustaba beber, eso es otra cosa» […]. «Aguantaba muy bien la bebida. Pero eso nunca
constituyó un problema, excepto para su salud». Freitas da Costa vuelve sobre
el mismo argumento: «Quienes más de cerca y más frecuentemente trataban con él nunca
vieron a Fernando Pessoa borracho», no sin mencionar a continuación la
resistencia a los efectos del alcohol que el poeta era capaz de mostrar (CT, p. 95).
Sin embargo aquel poeta que era todo compostura, todo recato, y
que daba cualquier cosa por pasar desapercibido, terminó su vida, si hemos de
creerle a su primer biógrafo, bastante desalineado:
En su rostro, en el que la piel se
entumecía, la nariz, gruesa, ganaba tonos entre el rojo y el violeta, color
dudoso de la nariz de los alcohólicos. El labio, debajo del bigote a la
americana, con hilos entrecanos, caía grueso y fláccido. Se había hecho un
punto vulgar, reflejando la atmósfera de las tabernas en las que entraba para
cargar el estómago con su bebida predilecta: el aguardiente. Después, los
trajes arrugados, los pantalones cortos, los brazos huyendo de las mangas y el
sombrero aplastado sobre una cabeza que siempre caía sobre la derecha deshacían
la antigua dignidad y le daban un aire de ‘vagabundo y mendigo’ (João Gaspar
Simões, Vida y obra de Fernando Pessoa[2],
p. 493).
Si
una hipotética máquina del tiempo me trasladara a la Lisboa de Pessoa, hacia
mediados de 1935, y me lo cruzara a este en esas condiciones tan pintorescas,
no me molestaría yo en absoluto con el poeta. Pero no es ese el problema: el
problema es que él mismo, de percibir que alguien lo percibía en ese estado, se
hubiese sentido pésimo. El alcohol, lo mismo que en general cualquier vicio,
cuando lo llevamos al extremo nos vuelve irreconocibles, y no tanto
irreconocibles para los otros sino para el propio vicioso. Aun tambaleándose yo
lo hubiese reconocido; pero Pessoa mismo, el rey del bajo perfil, el rey de la
pulcritud en la vestimenta, en ese estado y con ese grado de exposición, habría
jurado algo que por otra parte no le resultaba difícil de imaginar: ser otra
persona.
[1] Consumía, en promedio, una botella de vino en
el almuerzo y otra en la cena, seis copas de aguardiente a lo largo del día y
una pequeña botella (garrafa) de esa
misma bebida durante la noche (cf. CF,
p. 740).
Gracias. Grande Pessoa. 👍🏾
ResponderEliminarPessoa, el exquisito poeta.
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