¡Váyanse al diablo
sin mí,
o déjenme irme
solitario al diablo!
¿Por qué tenemos que
ir juntos?
¡No me tomen del
brazo!
No me gusta que me
tomen del brazo. Quiero estar solo.
¡Ya dije que estoy
solo!
¡Ah, qué aburrido
que quieran que sirva de compañía!
Álvaro de Campos, “Lisbon revisited”
Pessoa escapaba de todo lo que tuviera olor a
frivolidad y socialización.
No
hago visitas, ni ando en sociedad alguna —ni de salones, ni de cafés. Hacerlo
sería sacrificar mi unidad interior, entregarme a conversaciones inútiles,
robar tiempo si no a mis razonamientos y a mis proyectos, por lo menos a mis
sueños, que siempre son más bellos que la conversación ajena.
Consideraba casi toda vinculación con el prójimo como una
nadería.
Me
debo a la humanidad futura. En cuanto a desperdiciarme desperdicio del divino
patrimonio posible de los hombres de mañana; les disminuyo la posibilidad que
les puedo dar y me disminuyo a mí mismo, no solo a mis ojos reales, sino a los
ojos posibles de Dios. Esto puede no ser así, pero siento que es mi deber
creerlo (EEAA,
p. 76).
Bernardo Soares llega incluso a suponer que el ideal del
hombre sano es el ermitañismo perpetuo: “El hecho divino de existir no debe
verse reducido al hecho satánico de coexistir” (LDD, § 209). Su misión en la
tierra le aconsejaba evitar los roces, porque este contacto, a lo mucho, era
satánico, y a lo poco le hacía perder el tiempo. Pero ¿no fue acaso su soledad,
su aislamiento, lo que lo llevó al alcoholismo y a la muerte prematura? Si no
hubiese vivido tan solo y desconectado de su entorno seguramente sus excesos
habríanse mitigado y su vida alargado. Más tiempo de vida es más tiempo para
seguir creando. Transigiendo de vez en cuando con la frivolidad social, ese
sentimiento de soledad —que es espantoso, lo sé porque yo también lo
experimento— habría desaparecido, y con él el desbande alcohólico, y tal vez
Pessoa habría vivido así, digamos, hasta los ochenta. Treinta y tres años más
para desarrollar su arte a cambio de algunas horas semanales de frivolidad y
estupidez social, ¿no es negocio?
El ideal eremítico está muy bien para
quien ya tiene vocación y temperamento de eremita. Pessoa no los tenía, porque
un ermitaño satisfecho de su condición no se autodestruye bebiendo aguardiente
todas las noches. Su deceso fue el precio a pagar por el error de tomar la
parte por el todo. La parte era su labor de creador; el todo, su escritura, su
misión, pero también la vida, los amigos, la familia, la frivolidad y, sobre
todo, el amor[1].
[1] Pessoa se defiende
argumentando que su alcoholismo no tenía un propósito autodestructivo sino utilitario:
era una herramienta para invocar a las musas: “En el genio, los estímulos
sociales pocas veces tienen un efecto; mucho mayores son los estímulos
ocasionales, que pueden provenir de un amor no correspondido o, incluso, del
simple hecho de estar borracho” (EGL,
p. 41). “La borrachera —dice— a veces da una asombrosa lucidez” (AP 4314), y Bernardo Soares lo confirma:
“Todos mis gestos más seguros, mis ideas más claras y mis propósitos más
lógicos, no han sido, al final, más que borrachera nata”. “Si un hombre escribe bien solo cuando está borracho, le diré:
emborráchate. Y si me dice que su hígado sufre con eso, le respondo: ¿qué es tu hígado? Es una cosa
muerta que vive mientras tú vives, y los poemas que escribes viven sin plazo” (LDD,
§ 188 y 466). Como dice Cavalcanti Filho, “la poesía
y el alcohol, en él, anduvieron siempre juntos” (CF, p. 693).
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