En 1912, contando con
veintitrés o veinticuatro años, Fernando Pessoa se siente sucio ante Dios y le
pide ayuda para remediarlo:
Dame
un alma para servirte y un alma para amarte [...]. Hazme puro como el agua y
alto como el cielo. Que no haya lodo en las
carreteras de mis pensamientos ni hojas muertas en las lagunas de mis
propósitos. Haz que sepa amar a los demás como hermanos y servirte como a
un padre. [...] Que mi vida sea digna de tu presencia, que mi cuerpo sea
digno de la tierra, que es tu lecho [...]. Señor, protégeme y ayúdame. Haz que
me sienta tuyo. Señor, líbrame de mí (AP
4479).
Yo le pedí lo mismo, o casi lo mismo, no a Dios
directamente sino a uno de sus colaboradores, al Secretario General del
Ministerio de Lujuria y Promiscuidad, a San Benito (ver la entrada del 26/1/10).
Contaba en ese entonces con cuarenta y un años. Sin duda, visto y considerando
mi presente, se lo pedí demasiado tarde.
Señor, ¡líbrame de mí!
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