Pessoa
mantuvo afincada la idea de que siendo un hombre de talento su obra habría de
perdurar. La modeló con la vanidad íntima de reconocerse genial.
Carlos
Enrique Ruiz, Meditación acerca del
desasosiego de Pessoa
Me pareció
siempre que la virtud estaba en obtener lo que no era posible alcanzar, en
vivir donde no se está, en estar más vivo después de muerto que mientras se
vive, en conseguir, en fin, algo difícil, absurdo, en vencer, como obstáculo,
la propia realidad del mundo.
Bernardo
Soares, Libro del desasosiego
Existen varios tipos de inmortalidad.
La más anhelada es la de la conciencia individual. A esta inmortalidad se
refería Unamuno cuando gritaba “¡queremos bulto y no sombra de inmortalidad!”.
La inmortalidad sombría sería la de los monistas o panteístas, cuya doctrina
predica la fusión de la conciencia individual con Dios o con el Todo,
perdiéndose en Él y disgregándose luego de que el cuerpo muere. Pero también
existe otra sombra de inmortalidad para Unamuno, y es la de los que sobreviven
en sus obras. Platón es inmortal, pero no su conciencia sino su palabra. Este
tipo de inmortalidad, que Unamuno desdeñaba en comparación con la inmortalidad
de la conciencia[1], es la que más atraía a
Pessoa.
La inmortalidad de mis obras —decía
Unamuno— no me interesa, porque mi yo, mi conciencia, no se va a enterar de tal
inmortalidad, no la disfrutará. A esto responde Pessoa lo siguiente:
Si
me dijeran que es nulo el placer de durar después de haber dejado de existir,
responderé, primero, que no sé si lo es o no, porque no conozco la verdad sobre
la supervivencia humana; responderé, después, que el placer de la fama futura
es un placer presente —lo futuro es solamente la fama. Y es un placer de tanto
orgullo que no tiene igual, cuando comparado con cualquiera de los que pueda dar
una posesión material. Puede ser, de hecho, ilusorio, pero sea lo que fuere, es
más amplio que el placer de gozar solo de lo que está aquí (Libro del desasosiego[2],
§ 145, escrito el 2/2/1931).
Podría suceder —no lo sabemos— que el fallecido, desde el
más allá, pueda percibir de algún modo lo que continúa sucediendo en el más
acá, y pueda así solazarse con las obras que ha dejado a la posteridad,
solazarse con el goce que sus creaciones provocan en quienes ahora las
disfrutan. Este goce metafísico estaría vedado a quienes ninguna obra
perdurable han legado a las futuras generaciones. Y si este punto es demasiado
conjetural, el segundo no lo es tanto: saberse o sospecharse arquitecto de una
obra imperecedera es placer presente y no futuro. Se disfruta aquí y ahora, sin
importar lo que suceda después de la muerte. Pessoa disfrutaba no poco con esta
sospecha; yo también, y es la que me mueve a seguir leyendo y escribiendo.
El
lustrabotas de la plaza no puede suponer que el futuro se deleite con sus
cuadros, ya que no pintó ninguno. Yo, sin embargo, que en la vida transitoria
no soy nada, puedo gozar la visión del futuro leyendo esta página, pues
efectivamente la escribo; puedo enorgullecerme, como de un hijo, por la fama
que tendré, porque al menos, cuento con qué tenerla (ibíd., § 145).
Que los demás disfruten de sus posesiones materiales, de
sus familias y de sus amistades: nosotros disfrutamos anticipando el goce
intelectual y estético que experimentarán las postreras generaciones al
leernos. En el caso de Pessoa, este placer anticipado estaba plenamente
justificado. Confío que en mi caso también lo esté.
[1] “Al nombre se sacrifica
no ya la vida, la dicha [...]. Hay quien
anhela hasta el patíbulo para cobrar fama, aunque sea infame. [...] Y este
erostratismo, ¿qué es en el fondo, sino ansia de inmortalidad, ya que no de
sustancia y bulto, al menos de nombre y sombra? [...] El que desprecia el
aplauso de la muchedumbre de hoy, es que busca sobrevivir en renovadas minorías
durante generaciones. «La posteridad es una superposición de minorías», decía
Gounod. Quiere prolongarse en tiempo más que en espacio. [...] Queremos salvar
nuestra memoria, siquiera nuestra memoria. ¿Cuánto durará? A lo sumo lo que
durase el linaje humano. ¿Y si salváramos nuestra memoria en Dios?” (Miguel de
Unamuno, Del sentimiento trágico de la
vida, cap. III).
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