Los escritores podrían dividirse en dos grupos, antagónicos entre
sí: los que pronuncian conferencias y los que jamás las pronunciarían, aunque
tuviesen la oportunidad. Pessoa estaba entre estos últimos:
No descender nunca a dar conferencias para
que no se crea que [...] descendemos hasta el público para hablar con él. Si
quiere, que nos lea.
Y es que
además el conferenciante parece un actor —una criatura que el buen artista
desprecia, un mozo de cuerda del Arte (LDD,
§ 400).
No
digo que los buenos escritores no puedan dar conferencias —Borges las
pronunciaba todo el tiempo—, digo que hay dos tipos de buenos escritores, los
instalados en la opinión de sus contemporáneos y los que no se instalarán jamás
en ese nicho, porque si se instalasen desaparecerían como tales. Fernando
Pessoa, frente a un auditorio ansioso de escucharlo, ya no sería el Fernando
Pessoa que admiramos. Es muy difícil, como dice Carlos Taibo, “imaginarlo
impartiendo conferencias, firmando ejemplares o acudiendo a los estudios de
televisión para promocionar la última entrega del Livro do desassossego” (CT, p. 217). No sabemos si
tuvo en verdad la oportunidad de dar una conferencia o de firmar un autógrafo;
sí sabemos que no lo hizo, sea por voluntad propia o impuesta. Y también
sabemos que si hubiese impartido una conferencia (o una lección en una cátedra,
da lo mismo), habría traicionado su leyenda de poète maudit, y nosotros, sus discípulos tardíos, le habríamos perdido
un poco el respeto. Eso no sucedió, no cometió esa traición. “Murió —concluye Taibo
con sabiduría— como muchos le agradecemos que muriera: siendo, inequívocamente,
él mismo”.
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