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sábado, 21 de julio de 2018

¿Era Pessoa un megalómano?


“Dígame” preguntó un hombre brutal y profundo a un poeta,
“si tuviera que escoger entre ver muerta a la mujer a quien tanto ama
 y la pérdida completa irreparable de todos sus versos,
¿qué pérdida preferiría sentir?”
[...]
Este no respondió; y el otro sonrió como el hermano más viejo al más joven.
Alexander Search, “A Question

“Mi vida —dice Pessoa— gira en torno a mi obra literaria, buena o mala que sea, o pueda ser. Todo el resto en mi vida tiene un interés secundario” (Cartas a Ophélia, carta del 29/9/1929). Lo mismo digo.

12:37 p.m.
Pessoa se consideraba genial. ¿Tenemos que decir entonces que padecía de un desorden psicológico, la megalomanía? No. Megalómano es quien se siente importante sin serlo en la realidad. Pessoa se consideraba un genio y lo era, de modo que no era un megalómano:

No nos equivoquemos. La megalomanía, dentro de ciertos límites, se justifica en un hombre de genio. El considerarse un genio, en un hombre de intelecto ordinario, puede ser megalomanía; pero la simple acción de pensarse un genio, en un verdadero hombre de genio, no lo es (EGL, p. 143).

5:54 p.m.
Para Kant, el hombre ilustrado es lo contrario del niño:

La ilustración es la salida del hombre de su minoría de edad. Él mismo es culpable de ella. La minoría de edad estriba en la incapacidad de servirse del propio entendimiento, sin la dirección de otro. Uno mismo es culpable de esta minoría de edad cuando la causa de ella no yace en un defecto del entendimiento, sino en la falta de decisión y ánimo para servirse con independencia de él, sin la conducción de otro. ¡Sapere aude! ¡Ten valor de servirte de tu propio entendimiento! He aquí la divisa de la ilustración (Filosofía de la historia, “¿Qué es la ilustración?”).

Álvaro de campos, siguiendo a su maestro Caeiro, opina diferente: “Más vale ser niño que querer comprender el mundo” (AP 2567), y Pablo Javier Pérez López parece ponerse de su lado: “Hay una Sabiduría, una filosofía (aún inconsciente y antimetafísica) en la Infancia. ¿Es el saber, la lucidez, una enfermedad, un dolor o una salvación? ¿Es el auténtico sabio el Niño, el artista, el poeta?” (POT, posición 10.459 del libro electrónico). Yo creo que ambas posiciones son valederas, siempre y cuando se contrapesen con su contraria. Ser niño, y nada más que niño, teniendo la edad suficiente como para no serlo, sería una desgracia para la civilización y para el propio grandulón aniñado, que dependerá de otros para subsistir; pero ser un hombre ilustrado en el sentido kantiano, sin dejar espacio ninguno a los sueños, a la irracionalidad y a la vida lúdica de los niños, es una desgracia también, y más peligrosa, porque estamos más cerca de caer en esta exageración que en la primera.
Pensar como adultos pero sin dejar de comportarnos, de vez en cuando, como niños; ese sería el ideal. Ideal que Pessoa y yo tratábamos de cumplimentar, lográndolo muchas veces gracias a nuestro acercamiento psicológico y nuestra simpatía por los niños:

Fernando Pessoa adoraba a los niños. Él mismo lo confesaba. Era frecuente que sus familiares lo vieran jugar con sus sobrinos, aún pequeños, como si tuviera la misma edad. Para divertirse, solía improvisar poesías e historietas de ambiente fantástico y burlesco (POT, pos. 10508).

Le gusta, especialmente, divertir a los sobrinos y otros niños que frecuentan la casa. [...] Era extraordinariamente bueno con los niños pequeños. De algún modo, entraba en su pequeño mundo como si fuese su propio mundo. Como si tuviese su misma edad (CF, p. 121).

Así me manejaba yo con mis sobrinos cuando me tocaba cuidarlos algún sábado que se quedaban conmigo y con mi padre en el departamento de Samperio. Se divertían mucho con mis locuras. Una vez le prendí fuego a una ventosidad de Marcos (ver anotaciones del 5/1/7). En la terraza, en verano, nos tirábamos baldazos de agua, y en invierno juntábamos la caca de mi perra Flopi con una palita y la precipitábamos al vacío. No les recitaba poesías, pero sí cuentos fantásticos. Recuerdo uno que narraba la historia de un potrillo que se tiraba pedos de colores. Mis sobrinos adoraban esos cuentos y me adoraban a mí, porque siendo grande, me comportaba junto a ellos como un chico.
Hoy ya no tengo sobrinos a quien cuidar. Ya no tengo excusas para comportarme como niño, y es este un déficit en mi personalidad. Me imagino a Pessoa, con esa pinta de hombre serio, jugando con sus sobrinos, haciendo monerías, y sonrío, porque también a mí me consideran serio y casi nadie me imagina en ese trance. ¿Avergonzarme de hacer monerías frente a mis sobrinos? De ningún modo. “Sócrates no se avergonzaba de jugar con los niños” (Séneca, De la tranquilidad de ánimo, XVII). Tal vez cuando mis sobrinos se casen y tengan hijos me los traigan un fin de semana para que los cuide, y tal vez mi personalidad de niño renazca. Espero que así sea, porque “si no os volviereis, y fuereis como niños, no entraréis en el reino de los cielos”[1]. 


[1] La explicación de la buena sintonía de Sócrates, de Pessoa y la mía con los niños puede buscarse, un poco jactanciosamente, en esta cita de Schopenhauer: "Las personas de alta mentalidad comunícanse mejor con las de inteligencia limitadísima que con las de un intelecto ordinario. [...] Los hombres de temple esforzado y los tiernos párvulos, forman las alianzas más estrechas" (Parerga y Paralipómena, vol. II, § 357).

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