En
agosto de 1907 muere Dionísia, la abuela loca de Pessoa. De resultas de ello recibe una pequeña
herencia, que utiliza en su totalidad para comprar una imprenta con la idea de
publicar sus propios libros:
A fines de 1907
la imprenta está lista para entrar en funcionamiento, pero parece haberlo hecho
por poco tiempo o no llegar siquiera a iniciar su actividad. ¿Qué ocurrió? Los
biógrafos tienen que recurrir a las hipótesis. Sin duda, Pessoa no supo hacerse
una clientela, ni gestionar su empresa, ni siquiera utilizar las máquinas. Muy
pronto renunció a continuar con la experiencia. Arruinado, se ve obligado a
buscar otro medio de ganarse la vida.
Sin
embargo, este prematuro fracaso (tenía apenas diecinueve años)
no le impedirá
en adelante, y de vez en cuando, tener iniciativas intempestivas. Elaborará
proyectos imposibles y rechazará buenas ofertas. Se sentirá humillado ante las
negativas de empresarios y editores. Sus ocasionales éxitos (las revistas Orpheu
y Athena, las ediciones Olisipo) no conseguirán hacerle olvidar su
condición de poeta maldito (Robert Bréchon, Extraño
extranjero[1],
pp. 98 y 99).
Quiso siempre, y jamás lo logró, ganarse el pan con el
sudor de sus dedos, esto es, ser un poeta mercenario. Las circunstancias, por
fortuna para nosotros, se lo impidieron, porque su producción literaria, una
vez echado a rodar el factor económico, habría disminuido en calidad.
Inconscientemente, por más que Pessoa no lo hubiese querido, entraría a tallar
lo que gusta, lo que vende, en detrimento de la calidad literaria que tal vez,
en un principio, no sirve para acrecentar las arcas del que escribe. Lo que
otros poetas, más cerebrales, comprenden desde el inicio mismo de su carrera,
lo entendió Pessoa a la fuerza. A él le cuadrará perfectamente lo que escribió
Juan López Núñez en su Bécquer, biografía anecdótica: “…Y perdido en la
dilucidación íntima de su derrotero iba comprendiendo la verdad siniestra de
que los poetas no viven de los versos, sino estos de los primeros”.
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